A las 7 de la mañana de este viernes, en la sala 6 del tanatorio sur de Madrid, una decena de cuerpos deshechos dormitaba en los sofás de escay negro junto a un féretro cerrado. El día anterior no se había muerto mucha gente, comentaba una limpiadora con un encargado de seguridad, las dos únicas almas que habitaban los pasillos. Faltaba una hora para que se hiciera de día, para que llegara el cura, para que soltara un sermón sobre lo inexplicable de la muerte a veces aquí en la tierra, para que volvieran los llantos, incluso retransmitidos a miles de kilómetros por videollamada, para que se despidieran de un compañero, un cuñado, un hermano, un marido, un padre. Para que cremaran a Jorge Gonzalo Velázquez Pacheco. Que tenía 55 años, era de Quito (Ecuador) y trabajaba, como hacen la mayoría de los que buscan sobrevivir en España, de obrero en un edificio de seis pisos que se derrumbó y segó otras tres vidas el martes a las 12.48 horas en pleno corazón turístico de Madrid. Pocos sabían siquiera su nombre completo 48 horas después. Los titulares de la prensa nacional avisaban el martes de una tragedia: cuatro muertos por el desplome de una obra en la calle de las Hileras, número 4, a un lado de la plaza Mayor y el Mercado de San Miguel. Eran Moussa Dembelé (de Malí), Jorge Velázquez (de Ecuador), Diallo Mamadún Alpha (de Guinea) y Laura Rodríguez Sabín (española).
Ese día, con el sol en lo alto, un edificio que había sido adquirido por un fondo de inversión saudí para convertirlo en un hotel más de lujo en la capital se deshizo en escombros. La rehabilitación de este edificio, que albergó un balneario, guarda además relación con el boom inmobiliario en el centro de la capital. En marzo de 2022, el fondo saudí RSR Singular Assets Europe Socimi adquirió el activo para convertirlo en un hotel de cuatro estrellas, con 122 habitaciones, seis plantas y una superficie construida de casi 6.500 metros cuadrados, en una parcela de 1.070. Se trataba de la primera apuesta del fondo en la ciudad, donde está previsto que abran 18 alojamientos de lujo entre 2026 y 2028. El alcalde, José Luis Martínez Almeida, suspendió su viaje a Londres para acercarse a la zona cero; la presidenta regional, Isabel Díaz Ayuso, también lo hizo. Y mientras un día después brotaban las primeras hipótesis sobre qué había podido suceder ahí, si había sido un exceso de carga en la última planta o un fallo estructural del edificio, cuatro cadáveres esperaban a ser identificados en la morgue. El de Jorge Gonzalo Velázquez tardó todavía más que el resto: fue reconocido oficialmente el jueves.
La hija menor de Velázquez, Chantal, de 25 años, que vivía con él en España desde hace dos y, junto a su hermana, era la familia más cercana que tenía en este país, se enteró de su muerte por un mensaje de Facebook. Un compañero que había sobrevivido al derrumbe la localizó por esa red social. Y ella dio la voz de alerta al resto de la familia. “A su mujer le agarró todo esto de vacaciones en Ecuador. Un desastre”, cuenta su cuñado Julio César Galarza este viernes. Pese a que Velázquez estaba contratado legalmente en la empresa de demoliciones ANKA, donde trabajaba desde hace más de un año, alegan que no figuraba en su ficha ningún contacto de emergencia. “No me quiero imaginar cómo lo pasó la pobre, sola, sin saber si eso que le decían era cierto”, se lamenta Galarza. Este viernes no se ha separado de su ataúd.
Ni siquiera un familiar de Jorge que estaba trabajando en otra obra en un edificio enfrente cuando escuchó un ruido “como de una explosión” se enteró antes que Chantal de lo que había pasado. No sabía que bajo los escombros yacía su cuñado. Las televisiones y periódicos comenzaron a llamarlo Jorge más tarde, porque así lo conocían sus compañeros, pero en el Instituto de Medicina Legal de Madrid solo había un cadáver sin nombre.
Velázquez vivía con su hija pequeña en Madrid y su sueldo de unos 1.100 euros era su único sustento en este país. De él dependía también que ella consiguiera residir de manera legal. Había comenzado sus trámites para solicitar la nacionalidad española y ese mecanismo podía acelerar la seguridad migratoria de Chantal. Pero todo se desvaneció de golpe con ese mensaje de Facebook. Y estos días la familia no solo llora su muerte, sino que se siente desamparada en ese limbo burocrático que conocen bien miles de migrantes como ellos: “No sabemos qué va a pasar con ella, el resto tienen residencia fuera de España, pero ella se ha quedado sola”, señala su tío.


