Esta semana, Borja Sémper y Gabriel Rufián hablaron en el patio del Congreso. Durante la conversación, se sonrieron e incluso parece que bromearon, así que en Twitter les pidieron explicaciones. “Pillan a Borja Sémper y a Gabriel Rufián de compadreo en los exteriores del Congreso, parece que han quedado para tomar una caña después”, compartía un usuario de la red social, acompañando su exclusiva de un vídeo.
Sémper y Rufián contestaron con retranca, ironizando sobre lo ridículo que es pensar que dos personas con ideologías distintas no puedan tener una relación cordial e incluso ser amigos. A Pablo Iglesias también le ocurrió. Sucedió en 2019, cuando “lo pillaron” de risas con Inés Arrimadas e Iván Espinosa de los Monteros. Él también dio explicaciones. “Esta Nochebuena, en muchas familias habrá votantes de UP, de partidos independentistas, de Vox, del PSOE o de cualquier otro. Igual que en las cenas de trabajo o de clase de la facultad. Y hablarán y se reirán. Eso no es una falta de coherencia política, sino condición humana”, escribió entonces.
La única pega es que si hoy Sémper y Rufián o ayer Iglesias y Espinosa tienen que justificarse por tener una relación cordial es, en parte, por lo que sus partidos han sembrado. De las acusaciones de brocha gorda y los hombres de paja ―que si la alerta antifascista, que si los socialcomunistas con cuernos y rabo― a la polarización y la deshumanización del otro. Han convertido el Congreso en un estadio y a sus votantes en hinchas, pero luego se extrañan si les sacan tarjeta roja de acuerdo con las reglas que ellos mismos han establecido. Cuando Iglesias dio aquellas explicaciones sobre su cordialidad con Espinosa, por cierto, Rufián se mosqueó. Le reprochó que era cobarde comparar “a quien está en una celda por sus ideas con su compadreo de hoy con los dirigentes del partido que le pedían 75 años en el juicio que le llevó a dicha celda”. Como dicen en mi pueblo, la boca es mu castigá.